Lyla
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Luis Pacho
Entonces,
dónde estabas?
Entre qué gentes?
Diciendo qué
palabras?
PABLO
NERUDA.
Pese
a que sus ancestros son lampeños, Lyla, nació casualmente y
vivió su infancia en Arequipa; pero, su primaria y secundaria la pasó en Lampa
e hizo su formación profesional en la ciudad de Puno. Después, como ocurre casi
siempre, su vida transcurrió entre los vaivenes y entresijos del tiempo, hasta
que la conocí hace algunos años en un colegio del medio rural de Pomata, cuando
yo trabajaba en la Ugel. Pero ese detalle se pierde en el tiempo; ese tiempo
que también me la puso en el camino que hoy recorremos, a manera de dos
furtivas aves que llevan el nombre del uno y el otro. Un día, yo puse el cielo
de Pomata en sus manos y ella pintó de rosado mi corazón en Lampa.
A Pomata le llaman el Balcón filosófico
del altiplano. Debe ser por los intelectuales y la forma de su geografía. Yo
trabajé en ese pueblito hace ya muchos años. Aquellas veces, a pesar de sus
atractivos turísticos, tenía unos contrastes dignos de resaltar. Enormes casas
de aspecto colonial con iguales portezuelas de madera maciza circundaban una
amplia plaza dividida en cuatro espacios, donde crecían lozanos lirios, dalias,
margaritas y otras plantas de jardín. Al centro, una pileta herrumbrosa y seca
adornaba con su mutismo arcaico sus pasadizos casi desérticos. Alrededor se
apostaban el Municipio, el Banco de la Nación, el Puesto policial y el enorme
templo Santiago Apóstol que ostentaba un aire alevoso en medio de esas
construcciones diversas. Digamos que eso era el centro; en cambio, en los
extremos, las casas no eran sino típicas de la región, de adobe y paja o de
adobe y calamina, pocas edificadas con ladrillo y cemento. Sus callecitas
adoquinadas recorridas por repentinos riachuelos daban la impresión de ser una
arquitectura pretérita, lejos del atisbo de la modernidad. Pero ahora, Pomata
luce bella como siempre, con ese toque moderno propio de los tiempos. De modo
natural resalta todo ese conglomerado heterogéneo asentado sobre una base
pétrea de una inconfundible forma de balcón y con una hermosa vista a las aguas
cristalinas del Titicaca. Una muestra es el mirador hacia el lago, construido
hace pocos años. En medio de ese aire subliminal con que el pueblo envuelve a
sus visitantes, Lyla y yo, recorrimos sus calles, admirando su geografía y
descubriendo sus secretos. Corrimos de Kollihuerta a K’uripata, nos elevamos
por el Utiraya hasta tocar las nubes que poblaban el cielo azul, para
descubrirnos al día siguiente oyendo “Eres” de la cantante española Massiel y
pintando nuestras siluetas en ese mismo mirador, viendo las aves del lago parloteando
en las orillas y otras perdiéndose en el horizonte. Desde allí contemplamos los
pueblos de Yunguyo, Copacabana y ese Apu misterioso, como es el Khapía. Quizás
prometimos viajar algún día a la isla del Sol que la veíamos frente a nosotros,
mientras me miraba extasiada por la brisa que venía desde el interior. Yo diría
que Lyla vino como un sueño, como la brisa misma, como un ave olvidada. ¿O, yo
era ese pájaro herido en medio de la lejanía, que ella curaba con sus besos y
palabras?
Tiempo después, me llevó a Lampa, un
pueblo tranquilo y apacible, a treinta kilómetros de Juliaca. Cosas de la vida,
era la primera vez que la visitaba. Luego de ir al cementerio donde reposan los
restos de su abuela, Lyla va a visitar a su tía mal de salud, la razón principal
del viaje, y yo me quedo en una de esas calles que me recuerdan los tiempos de
la colonia. Ella no tardará más de una hora, pero su ausencia me oprime el
corazón. Contemplo embelesado y con cierto temor el templo, también llamado
Santiago Apóstol, labrada de piedra andina, donde reposan los restos de Enrique
Torres Belón, insigne político puneño. Solo la miro de lejos, antes de irme a la
plaza de armas, donde crecen lozanos queñuales, rodeado de hermosas casas de
origen colonial. He repasado la historia de Lampa a través del mural pintado en
el frontis del municipio, donde se llevara la I Bienal de Arte “Victor Humareda Gallegos”
y el II Encuentro de Escritores Peruanos- Lampa 2009, al que
no pude asistir. Para distraer el paso del tiempo, me recuesto en una banca,
levanto la mirada y veo que la torre del templo se yergue imponente en el cielo
azul. Al cabo surcan nubes blancas y la torre parece que viajara con los pajarillos
piando en sus recovecos. En silencio evoco a Humareda, que se hizo famoso pintando
a Marylin en el Hotel Lima de Lima; pienso en Zacarías Puntaca, componiendo el
Huajchapuquito mirando a sus sobrinos huérfanos. Pienso en ese tiempo, cuando
el cobre, el estaño y la plata atrajeron a andaluces, extremeños y vizcaínos. Pero
el calor hace que me incorpore de la banca para ir por una gaseosa y volver a
la plaza Grau y mojarme en el agua que brota de la pileta. Me siento a esperar
pacientemente, y de pronto Lyla aparece por una esquina. Sonríe cuando me tiene
cerca y me pregunta por las cosas que vi. Me pide que entremos al templo para
mostrarme el lugar donde cantaba cuando adolescente formaba parte del coro. Yo le
digo que no, que me da miedo, aunque la razón era otra. Entonces me dice que vayamos
a almorzar, susurrándome palabras que pintan de rosado mi corazón. En la
pequeña pensioncita se oye las canciones de la Estudiantina Lampa que acrece
ese sentimiento lampeño mezclado de nostalgia y recuerdo. Esta vez Lyla se
sumerge en sus pensamientos y solloza en silencio. Gruesas lágrimas surcan sus
mejillas, mientras me esfuerzo por consolarla. Me dice que es la salud de su tía,
pero yo sé que es algo más que eso. Es también el recuerdo de su abuela que fue
como su madre, porque de su madre mejor no acordarse. A pesar de esa historia
dolorosa, a Lyla no le falta una sonrisa, ella es la calma en el vendaval, la
palabra precisa en la melancolía. Lo sé, porque un rato después se oye Quien va
a lampa cae en la trampa, ese clásico tema musical que identifica a esta
tierra. Entonces ella me mira y me sonríe. Su belleza y simpatía, trae ese sol
infantil que borra todos los muros que nos separan. Lo cierto es que estábamos
lejos, lejos de los ojos del miedo.
Al cabo, caminamos por las dos plazas,
sus calles contiguas y bajamos hacia el río donde me dice que reaprendió a
nadar. A lo lejos se oye la música de un matrimonio. La señora de la tienda, al
vernos pasar, dice que por su calle también pasan los matrimonios. No
terminamos de reírnos, cuando ya estamos en medio de ese puente colonial bañados
por ese vientecito que despeina sus cabellos. Mientras miramos las pocas aguas
que corren por la temporada, imagino sus años juveniles en Lampa, hasta parece
que me mirara desde la distancia. A esas horas, las dos cervezas nos
abstraen por momentos, y le digo que me cante Yendo a Lampa… Ella canta. Su voz
me
acerca al cielo, donde hay una avenida construida para nosotros, esa avenida que nos
devuelve el espejo para volver a casa. Pero ¿caí en la trampa? No hay trampa,
es una forma sutil para decir que esta tierra y su gente nos acogen con su
belleza y su encanto. Dejamos el puente y el río, y me
lleva por la Plaza de toros. Aunque soy antitaurino, yo la escucho porque ella
funge de guía. En seguida, una amplia avenida nos conduce cerca de la Cárcel de
mujeres, que sobrecoge mis sentidos. Recuperamos la calma, y me habla de su
infancia, de su colegio, de los amigos que tuvo, las fiestas y anécdotas que
vivió, hasta que avistamos el lugar que hace de terminal terrestre. Y ¿la
réplica de la Piedad de Miguel Ángel, los Ayarachis, la Casona de la Oca? Será
para un próximo viaje, me dice.
El día se ha ido raudamente. Las
primeras sombras de la tarde empiezan a caer lentamente. Sentado en la combi, un
ligero sopor adormece mis sentidos. Miro a Lyla, y algo cambia en su rostro. Oigo
algunas palabras que me dice siempre, pero ahora es como si el tiempo
retrocediera de veras. Tiene menos años, tal vez es el tiempo del instituto, cuando
yo paraba concentrado en un balón de básquet como suele decirme. Veo que aparece
por la esquina de la plaza, nos perdemos entre los vericuetos de esas
callecitas rosadas, toma mis manos y me besa discretamente. A lo lejos, parece
que leo un poema, no sé si de Vladimir o Alfredo Herrera. Desde ese lugar del
pasado, Lyla, mirándome a los ojos, me dice que algún día nuestros caminos se
unirán para siempre, que no importarán las barreras que nos deparará el destino,
con tal que nuestros nombres estén grabados en nuestra mente y nuestros
corazones.
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