Fragmentarios de Fi Castillo
Un
total de catorce cuentos de diversa temática conforman el libro Fragmentarios del narrador Fi Castillo, egresado
de la escuela de Literatura y Lingüística de la Universidad Nacional de San
Agustín de Arequipa. Con la calidad que caracteriza a la editorial Hijos de
la lluvia, con este libro, el autor engrosa la fila de los narradores de la
última generación del sur peruano. El libro, experimenta temas distintos. En su
mayoría transitan entre la cotidianeidad de la vida urbana y sus avatares. Los
personajes principales son niños y jóvenes, y desde luego, los mundos de éstos,
a veces tiernos, a veces épicos; salvo tres o dos primeros cuentos, en los que
existe una leve preocupación social por la situación de la patria, a la que han
llevado los gobiernos de turno, especialmente uno dictatorial. Otra
característica a resaltar es que este libro incluye algunos relatos cortos, muy
de boga en estos tiempos.
Tiene solución
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Fi
Castillo
“Pienso vengarme con la muerte”. Me había dicho Germán en el
pasillo cuando nos íbamos a la Universidad el miércoles pasado. Me siento
culpable por todo lo que pasó. La
policía afirma que fue un suicidio. Pero pude haber evitado esa desgracia. No
sé qué hacer realmente ahora que estoy pensando sobre esto. Estoy recordando.
Me doy mucha pena cuando recuerdo lo que dije:
—
¿Qué? ¿Matarte por una chica? Pero por tu taradez mátate nomás.
Él
agacho la cabeza y no respondió. Para entonces tal vez ya había planeado todo
esto. Pero yo no sabía la magnitud de sus problemas.
—Tú
— me dijo luego —. ¿Te matarías por la mujer que amas sin saber cómo resolver
los problemas que te caen con un peso insoportable?
—
¡Claro que no! — respondí airoso — ¡Son tonterías! Mujeres hay muchas, como los
problemas. Pero sinceramente no podría quejarme de mis problemas. Porque para
mí es un problema mayor quejarme de mis problemas. Por eso me importa un
carajo. Y no me mataría por nadie.
—Si
entiendes que la chica te odia a pesar que ocurrió algo más que amarse
simplemente, ¿qué harías?
—Nada
— dije —. Te pongo un ejemplo. Yo amo a la chica que te señalé ayer. La amo a
ella. Pero al mismo tiempo no me importa ese amor. ¿Entiendes? Escúchame amigo.
La amo y ella sabe que la amo, pero tampoco quiere absolutamente nada de mí.
Así son las mujeres, quien las entiende, son ridículamente raras. Entonces esta
situación: es para matarse. Sin embargo, yo no pienso matarme…
—No
— me interrumpe impaciente —. Yo no me refiero a ese tipo de problemas. Me
refiero por ejemplo a que a la chica la dejes embarazada. Luego ella no quiere
abortar. Para colmo está casada.
—Ese
no es problema — dije —. Se soluciona. Si la chica no quiere abortar, pues
déjala. Ella sabrá cómo arreglárselas con su marido. Anda amigo, no me digas
que quieres matarte por eso.
—Pero
luego la chica te acusa por violación si continúas insistiendo en el aborto. Se
supone que no puedes afrontar con un hijo, y se supone que todavía estoy
estudiando. Y encima la chica te dice: “Voy a pedir el divorcio a mi marido,
nos casaremos, y no pasó nada, de lo contrario te denuncio”.
—
¡Está loca! — dije compadeciéndome un poco —. Es un chantaje, mándala a rodar.
¡Qué conchuda! Dile que no te joda.
—Pero
sucede que no tienes mucha plata, y estás empezando a estudiar en la
Universidad, y la chica es mucho mayor que tú, y casada, y todo eso.
—Ya
te dije que no joda.
Para
entonces eché más leña a su fuego. Se echó a llorar. Un hombre llorando frente
a mí, ablandó mi corazón duro que no sentía compasión desde hace mucho tiempo.
Gemía apoyado a la pared. Afuera, en la avenida, los carros hacían un ruido
estruendoso. En casa estábamos solamente los dos. Mi familia había salido de
paseo al campo, mientras nosotros realizábamos un trabajo para la Universidad
en casa de un compañero de clases. Cuando regresamos encontramos la nota encima
del televisor. La firmaba mi hermana, casada hace cinco años con un vecino del
barrio, un infeliz borracho de fin de semana, y no tenían hijos. Decían que
planificarían tener este año. Entonces pensé en mi familia. Pensé también en él
que no tenía a nadie en esta ciudad que lo atormentaba. Pensé en ese instante
que podría ser mi hermano que nunca lo tuve. Fue en ese momento que insistió
salir. Entonces le dije agarrándole de la manga de su chompa negra:
—No.
No salgas todavía amigo. Está bien, discúlpame. Te entiendo. Todo se puede
solucionar. Cálmate.
—Me
voy solo — insistió sollozando aún —. Voy a vengarme con la muerte. No soporto
todo esto. Además tengo puro ceros en la Universidad. No valgo nada. Déjame
salir.
—Espera,
cálmate, y luego nos vamos a la Universidad — dije casi susurrando mientras lo
abrazaba para poder calmarlo.
—Tú
no sabes nada — me dijo luego —. Tú no me conoces bien todavía.
—Somos
amigos, ¿no? — dije para animarlo.
—Sí,
y apenas vivo medio año en tu casa. ¿Qué dirán mis padres cuando se enteren?
No. ¡No puede ser real! No querrán apoyarme, ni menos saber nada de mí.
—No
amigo mío — dije —. Todo tiene solución. Cálmate. Mi madre dice que eres un
buen inquilino, un buen amigo. Que eres como el hermano que no tengo. Que
hacemos buena compañía cuando nos vamos juntos a la Universidad.
—No
— dijo enérgicamente —. Tu mamá me odiaría si supiera toda la verdad.
—No
digas eso. Todos tenemos problemas.
—Pero
el mío es el más grave.
—Cálmate
amigo, ¿quieres?
—Está
bien. Me calmaré. Pero escucha solo una cosa más — suspiró hondo durante largo
rato mirando el fluorescente del pasillo —. Esa chica — repitió pausada y
pesadamente —, esa chica de quien te hablo es tu hermana.
En
ese momento lo empujé contra la pared y me quedé callado buscando en alguna
parte las palabras, la comprensión. Experimenté el sentimiento extraño que se
siente cuando hablan mal de una hermana. Me quedé algunos segundos en el
espacio de la incomprensible incomprensión.
—No
lo puedes tolerar, ¿verdad? — dijo, y salió golpeando la puerta con toda su
rabia.
No
supe qué hacer, ni qué decir. Pero pude haberlo sujetado. Tal vez golpearlo, pero no dejarlo salir. O debí
seguirlo inmediatamente.
Cuando
reaccioné, corrí tras de él. Era demasiado tarde. Entonces observé el horror de
ese día: Germán convertido en una plancha humana que aterroriza, gente
aglomerada y lamentándose; luego la ambulancia, los bomberos, la policía; las
lágrimas, gemidos, gritos; el camión con su carga de maderas en un costado, y
el conductor con su rostro de fantasma que llora; y todo ese conjunto de tristezas
tristes. La fatalidad cubría como una nube negra la avenida y parece que llovía
lágrimas a chorros. Mi corazón quería explotar. Mi mente buscaba la comprensión
en medio de esa nube oscura que presionaba mi alma. No. No se puede soportar
todo esto. Todo ronda sobre mí a confusión, desde hace una semana, cuando se
enredaron mis pensamientos.
En
mis sueños se combinan los tormentosos momentos de sangre y los lamentos
tormentosos de su madre en el día de su funeral. Están presentes: mi
desesperación del pasado que sale junto a mi respiración y la desgracia
fortuita de ese día; y la vuelvo a aspirar para atrapar la vida y la muerte en
un círculo eterno de tormento.
Mi
hermana anunció ayer que espera un hijo de su marido. El estéril de su marido
no era tan imbécil como parecía. La inseminación, dicen hipócritamente, es un
maravilloso avance de la ciencia. Y yo no he dicho a nadie la confesión de
Germán. Además, ¿para qué magnificar más el asunto? Espero que nazca solamente
el bebé. Para que de alguna forma vuelva a ver otra vez a Germán, y cuidar de
él, y no dejarlo solo cuando esté en peligro.
Cuando
pienso en Germán, definitivamente también pienso en el bebé, niño, adulto,
anciano que será. Pienso que también será mi amigo, mi hermano y mi perdón.
Porque yo soy el culpable, el que lo empujó hacia la muerte, el homicida,
aunque la policía diga una y otra vez: “Fue un suicidio”.
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